sábado, 19 de mayo de 2012


gracias universo 
por los colores
por las acuarelas
por los ojos, su iris, su pupila, su córnea, su retina
por el cráneo en donde la bola ocular
encuentra perfecto su lugar
gracias por la luz
proveniente de fuentes naturales o artificiales
gracias por tener manos para dibujar
por tener dedos articulados
pulgar oponible
sistema nervioso
cerebro
neuronas
gracias corazón 
por mantener irrigados mis órganos 

gracias
placer líneo
placer deslizado por la hoja
placer dedos
placer ojos
placer nariz
placer piel
placer sonoro

<3







un chorro de infancia


gallinitas
yapas
diez caramelos por diez centavos
el almacén de Gascue
mocos
vinchas
bici verde con rueditas
bici rosa sin rueditas
gorros de lana de la abuela
polainas
plaza
plazas
arroyo
frío
piyamas
pantuflas de peluche
estufa a leña
olor a domingo
partido de fútbol
en la radio
obra en construcción
papá
mate
cemento
una sopa de verduras
fue la primera vez que cociné
mamá cantando en francés
mamá riendose
silvio rodriguez
fito paez
chico buarque
falcon té con leche
licuado de banana
para martín
para que le guste tomar la leche.
los tres tirados en la cama grande
viendo dibujitos
la mesa
los lugares prestablecidos
los manteles
cuando cobré mi primer sueldo regalé a mi casa
un mantel nuevo
el tren
las vías del tren
las monedas en las vías del tren
el calor
el miedo a los perros
los libros debajo de un pino
en el patio 
pipa
catalino
las dos lacas
los primos en vacaciones
colgar bombachas y medias del ventilador y prenderlo
desde la ventana de la pieza
se ve el patio
nos subíamos al techo
chimenea
cuidado las chapas
calientes
domingos otra vez
a las mañanas
juntar miles de porquerías de la plaza
y traerlas de ofrenda a mamá-

miércoles, 16 de mayo de 2012

Primeras veces


Era yo por entonces una adolescente. Con el pelo atado, las medias azules que llegaban casi a la rodilla. Poco sociable. De unos viajes internos profundos, cerebrales. Leía lo suficiente como para dormir poco. Los ojos grandes, detrás de los anteojos, también grandes. En el colegio no tenía mucha onda con nadie, salvo raras excepciones. En el barrio tenía amigas, sobretodo una, la Pato, con la que construimos una relación un tanto simbiótica. Nos entendíamos, nos adivinábamos casi. Vivía a una casa de distancia de la mía. Estábamos todo el tiempo juntas… Hasta coordinábamos horarios para bañarnos, y hablábamos a los gritos desde los ventiluces, el  mío en un primer piso, el de ella en planta baja. La casa que estaba en el medio de las dos era la de doña Gregoria y don Juan, quienes imagino se reirían algunas veces, nos putearían otras.

La adolescencia suele ser terreno de primeras veces. Recuerdo claramente cuando, por primera vez, puse la pava para tomar mates estando sola. Toda una primera vez, que inició el camino de una adicción. Primera vez con el maquillaje, con los tacos. Primer verano de esos grupales, en el balneario, con bikinis noventosas y depilaciones inexpertas.

No me acuerdo cómo fue que entre las dos, la Pato y yo, conocimos a un grupo de chicos. En poco tiempo se institucionalizó la esquina de su casa como punto de encuentro, que luego de unas semanas se tornó diario.
Yo volvía caminando de la escuela, con las carpetas en la mano, con la pollerita gris tableada de acá para allá. Esa pollera gris, la odiaba y la amaba al mismo tiempo.
¿Primera vez acaso de tener sentimientos contradictorios? Quién sabe. En la adolescencia sin duda tuve mi primer enrosque mental.
No me sacaba el uniforme, a veces ni siquiera pasaba por mi casa, me iba directo a la esquina, a encontrarme. Con ese grupo de gente, me encontraba. Sentía que podía ser yo misma sin avergonzarme de nada. Agradaba al resto a pesar de eso, o a causa de eso. Fenómeno que no se daba en otros ámbitos de mi vida. No me acuerdo qué hacíamos durante tantas horas… Bueno,  charlábamos. Me acuerdo sí que Cristian me ayudaba con los ejercicios de matemáticas. Eran chicos más grandes que nosotras, la mayoría de ellos bailaban folclore.
Que mis padres me permitieran salir de noche, a algún bailecito o algo así, era prácticamente una hazaña. Con la Pato hacíamos un trabajo fino, lento, horadando… Las veces que conseguía convencerlos eran por cansancio, definitivamente.
Hasta que no tuviera quince años, decían. Me parecía un criterio sumamente ridículo. Ahora los comprendo a mis padres primerizos, aterrados de que su niña ingrese en el mundo de la nocturnidad. En ese momento estaba enojadísima, con ellos y con la institución familiar en sí misma.

Creció la amistad, como crecen los yuyos. Así, rápido, sin que lo notáramos. Con uno de estos muchachos, el Negro, yo tenía una simpatía particular. Flaquito, morocho, peinado con raya al medio. Una sonrisa enorme, con muchísimos dientes blancos. Bailaba. En algunas de esas pocas salidas que hacía, él siempre me acompañaba hasta mi casa, que vale decir quedaba en la otra punta del pueblo, con respecto a la suya. Mi casa tenía un balconcito. La casa de él estaba en una esquina y era naranja. En mi casa,  mi bicicleta  blanca, una playera con caño bajo que me habían comprado cuando estaba en séptimo grado, me acuerdo que a la de caño alto no me podía subir a causa del largo –corto- de mis piernas. Le decíamos “la nave” a esa bici. Cuando el Negro me acompañaba, después de alguna salida, a mi casa, se la prestaba para que él regresara a la suya. Y también se la prestaba para que tuviera que devolvérmela.

El Negro usaba un pañuelo en el cuello, parecido a uno mío. El suyo era overo, blanco y negro; el mío, azul y negro. Una vez los intercambiamos, a mí me gustaba sentir su olor. Siempre tuve una gran memoria olfativa. Si hoy sintiera aquel olor, creo que lo reconocería. Sí, lo reconocería.

El Negro bailaba muy bien, yo volaba cuando bailaba con él. En los pueblos se usaba bailar la cumbia agarrados. No sé ahora cómo será. La mano del varón en la cintura de la chica. El Negro giraba como la Tierra: sobre sí mismo y alrededor de la pista. Una locura.

Pasábamos muchas horas juntos, todos. Cuando estábamos solas, la Pato me preguntaba, ¿Te gusta el Negro, no? Y yo sonreía de color rojo, y disfrutaba de un revuelto estomacal y hormonal que me era completamente nuevo, una sensación de vértigo, ansiedad, tensión y adrenalina entremezcladas. Primeriza, primera vez. No sabía si eso que me pasaba era amor. No necesitaba ponerle un nombre.
Una nochecita en la esquina, entre charla y charla, quedamos solos sentados en la ventana de la casa de la Pato. Sin pensarlo mucho nos dimos la mano. Recuerdo la piel suave, seca. Pasó un buen rato. Fue lindo.

Una vez, en una de esos tantos regresos a mi casa acompañada por el Negro, tuve otra primera vez. Llegamos, saqué la bici blanca para prestarle, cumpliendo con nuestro ritual. Me había olvidado de decir que en el camino, nos habíamos abrazado unas cuadras. Mi piel estaba sobresaturada de informaciones. Muy despierta yo, en esa madrugada, a pesar de que siempre fui de morirme de sueño en las salidas, como mucho a las tres de la mañana. Ya pegaba el sol, las viejas barrían las veredas, olores provocativos salían de las chimeneas de las panaderías.
Llegamos. Bueno, que descanses. Dale, vos también. Un chiste, unas risas. El Falcon color té con leche de mi papá, mirando. Charlábamos junto a una ventana de mi casa, con rejas negras, que daba al garage. Lentamente, luego del abrazo de la despedida, fuimos alineando nuestras caras, hasta quedar enfrentados y muy cerca. Sentí la espalda contra la pared fría. La boca del Negro, llena de dientes blancos, me daba mucha curiosidad, me daba vértigo y me atraía. Yo lo miraba, le decía que sí con los ojos. El Negro no quería invadirme. Yo sí quería, pero no me animaba todavía a salir de los cánones que indican que la mujer espera a ser besada. Lento, y muy suavemente, y con toda la delicadeza del universo, se fue acercando, al tiempo que yo sostenía la mirada habilitante. Y así, lento, nos dimos un beso. En la boca. Sí. Mi primer beso en la boca. Mi primer boca en un beso. Otra piel. Y no cualquier otra, sino la piel de la boca del Negro llena de dientes blancos. Sobre mi piel. Sobre la piel de mi boca de beso nuevo. Inolvidable.

El olor que sentía entonces era el de su cuello en presencia, de su cuello cerca de mi nariz que temblaba. Sonreí, pero no me vio el Negro, tenía los ojos cerrados.

                                                                                                                

martes, 15 de mayo de 2012

estoy cansada
quiero irte a salir a la buscada
y que matemos tomes
y que se cerebre mi ordene
y que no panda el cúnico
te miero cucho
vecesito nacaciones-




martes, 8 de mayo de 2012

Breve ensayo acerca de las plazas y el amor-


Atravieso una plaza. La camino. Me dispongo a sentirla.

Las plazas son tan complejas, son pedazos de ciudad en los que la gente puede permanecer de manera anónima. Quedarse, estar, encontrarse, esperar. No es lo mismo el anonimato de ir caminando por la calle que el de sentarse en una plaza. Que el de esperar en una plaza. En estos espacios verdecemento  se da una hibridación de patio-living-calle más que interesante.

Atravieso la plaza, decía, caminando lento, y cuento una, dos, tres parejas peleando.
“¡No lo puedo creer!” Grita una chica rubia sentada en un banco, con las piernas sobre un pibe vestido de negro y con cara de perplejidad. Evidentemente la está dejando, o confesándole que ha estado con otra persona. La chica llora desconsolada, exagerada, tomándose la cara con ambas manos.
La segunda: “No se puede hablar con vos Rocío, no tenés coherencia” escucho, y veo como se clavan las palabras de un oficinista de traje negro en el cuerpo de la pobre Rocío. No le veo la cara, pero me la imagino.
Los otros dos que veo están en un impás de silencio, con las miradas perdidas, disparadas la de él hacia un árbol, la de ella hacia el cielo. Ella quiere llorar, siento. Aunque no dicen nada, o a causa de ello, vibro la pelea, estoy segura de que algo anda mal.

Luego de estas tres postales, recuerdo. La mayoría, casi todos mis amores nacieron y murieron en plazas. Caigo en la cuenta. Los cuento. Recuerdo sus nombres. Un hilo conductor fácil, gráficamente armónico.
Al conocer a alguien, empezar a entablar alguna conexión, la plaza es el lugar más íntimo entre los lugares públicos. Es como invitar a tomar mates pero sin el despelote, la hilacha, el bardo de la propia cocina. Se puede relajar, sacarse las zapatillas, pero sin exponerse tanto; dando la información necesaria, justa, deseada. Dándole al nuevo ser pedazos de mí que elijo, que quiero, que dosifico. Siento que mi casa es un escalón más, un adentro al que no llega cualquiera. La plaza viene siendo entonces un living público, un pasillo, una vereda de todos. Un antes de casa en el amor.
Cuando el amor se gasta, se desarma, también la plaza. Para discutir, pelear, llorar, gritar como la chica rubia. Nadie quiere que la tristeza, que empieza siendo líquida, luego gaseosa y finalmente sólida pesada cuadrada- quede plantada en su territorio. Nadie quiere que la pelea resuene luego de los días en la propia casa. Entonces, para terminar, para terminar de matar el amor, los amantes se encuentran en las plazas.

Sigo caminando, ya no sé bien en dónde me encuentro. Atravesar esta plaza hoy ha sido un viaje hacia adentro de mi propio tiempo, caminé en diagonal haciendo equilibrio por mi línea del tiempo del amor. Me angustié un poco. Me reí.
Pude querer a la plaza. Es difícil describir mi sensación, porque si bien no era yo la chica rubia, ni Rocío, ni la muchacha con los ojos al cielo; ellas me transportaron a mi vida y a mí. Vi una película. Me emocioné. Una se emociona a partir de la identificación.
Así que finalmente hoy fui un poco esas tres mujeres.
Sí y no.
Así como la plaza es y no es parte de la casa.