miércoles, 16 de mayo de 2012

Primeras veces


Era yo por entonces una adolescente. Con el pelo atado, las medias azules que llegaban casi a la rodilla. Poco sociable. De unos viajes internos profundos, cerebrales. Leía lo suficiente como para dormir poco. Los ojos grandes, detrás de los anteojos, también grandes. En el colegio no tenía mucha onda con nadie, salvo raras excepciones. En el barrio tenía amigas, sobretodo una, la Pato, con la que construimos una relación un tanto simbiótica. Nos entendíamos, nos adivinábamos casi. Vivía a una casa de distancia de la mía. Estábamos todo el tiempo juntas… Hasta coordinábamos horarios para bañarnos, y hablábamos a los gritos desde los ventiluces, el  mío en un primer piso, el de ella en planta baja. La casa que estaba en el medio de las dos era la de doña Gregoria y don Juan, quienes imagino se reirían algunas veces, nos putearían otras.

La adolescencia suele ser terreno de primeras veces. Recuerdo claramente cuando, por primera vez, puse la pava para tomar mates estando sola. Toda una primera vez, que inició el camino de una adicción. Primera vez con el maquillaje, con los tacos. Primer verano de esos grupales, en el balneario, con bikinis noventosas y depilaciones inexpertas.

No me acuerdo cómo fue que entre las dos, la Pato y yo, conocimos a un grupo de chicos. En poco tiempo se institucionalizó la esquina de su casa como punto de encuentro, que luego de unas semanas se tornó diario.
Yo volvía caminando de la escuela, con las carpetas en la mano, con la pollerita gris tableada de acá para allá. Esa pollera gris, la odiaba y la amaba al mismo tiempo.
¿Primera vez acaso de tener sentimientos contradictorios? Quién sabe. En la adolescencia sin duda tuve mi primer enrosque mental.
No me sacaba el uniforme, a veces ni siquiera pasaba por mi casa, me iba directo a la esquina, a encontrarme. Con ese grupo de gente, me encontraba. Sentía que podía ser yo misma sin avergonzarme de nada. Agradaba al resto a pesar de eso, o a causa de eso. Fenómeno que no se daba en otros ámbitos de mi vida. No me acuerdo qué hacíamos durante tantas horas… Bueno,  charlábamos. Me acuerdo sí que Cristian me ayudaba con los ejercicios de matemáticas. Eran chicos más grandes que nosotras, la mayoría de ellos bailaban folclore.
Que mis padres me permitieran salir de noche, a algún bailecito o algo así, era prácticamente una hazaña. Con la Pato hacíamos un trabajo fino, lento, horadando… Las veces que conseguía convencerlos eran por cansancio, definitivamente.
Hasta que no tuviera quince años, decían. Me parecía un criterio sumamente ridículo. Ahora los comprendo a mis padres primerizos, aterrados de que su niña ingrese en el mundo de la nocturnidad. En ese momento estaba enojadísima, con ellos y con la institución familiar en sí misma.

Creció la amistad, como crecen los yuyos. Así, rápido, sin que lo notáramos. Con uno de estos muchachos, el Negro, yo tenía una simpatía particular. Flaquito, morocho, peinado con raya al medio. Una sonrisa enorme, con muchísimos dientes blancos. Bailaba. En algunas de esas pocas salidas que hacía, él siempre me acompañaba hasta mi casa, que vale decir quedaba en la otra punta del pueblo, con respecto a la suya. Mi casa tenía un balconcito. La casa de él estaba en una esquina y era naranja. En mi casa,  mi bicicleta  blanca, una playera con caño bajo que me habían comprado cuando estaba en séptimo grado, me acuerdo que a la de caño alto no me podía subir a causa del largo –corto- de mis piernas. Le decíamos “la nave” a esa bici. Cuando el Negro me acompañaba, después de alguna salida, a mi casa, se la prestaba para que él regresara a la suya. Y también se la prestaba para que tuviera que devolvérmela.

El Negro usaba un pañuelo en el cuello, parecido a uno mío. El suyo era overo, blanco y negro; el mío, azul y negro. Una vez los intercambiamos, a mí me gustaba sentir su olor. Siempre tuve una gran memoria olfativa. Si hoy sintiera aquel olor, creo que lo reconocería. Sí, lo reconocería.

El Negro bailaba muy bien, yo volaba cuando bailaba con él. En los pueblos se usaba bailar la cumbia agarrados. No sé ahora cómo será. La mano del varón en la cintura de la chica. El Negro giraba como la Tierra: sobre sí mismo y alrededor de la pista. Una locura.

Pasábamos muchas horas juntos, todos. Cuando estábamos solas, la Pato me preguntaba, ¿Te gusta el Negro, no? Y yo sonreía de color rojo, y disfrutaba de un revuelto estomacal y hormonal que me era completamente nuevo, una sensación de vértigo, ansiedad, tensión y adrenalina entremezcladas. Primeriza, primera vez. No sabía si eso que me pasaba era amor. No necesitaba ponerle un nombre.
Una nochecita en la esquina, entre charla y charla, quedamos solos sentados en la ventana de la casa de la Pato. Sin pensarlo mucho nos dimos la mano. Recuerdo la piel suave, seca. Pasó un buen rato. Fue lindo.

Una vez, en una de esos tantos regresos a mi casa acompañada por el Negro, tuve otra primera vez. Llegamos, saqué la bici blanca para prestarle, cumpliendo con nuestro ritual. Me había olvidado de decir que en el camino, nos habíamos abrazado unas cuadras. Mi piel estaba sobresaturada de informaciones. Muy despierta yo, en esa madrugada, a pesar de que siempre fui de morirme de sueño en las salidas, como mucho a las tres de la mañana. Ya pegaba el sol, las viejas barrían las veredas, olores provocativos salían de las chimeneas de las panaderías.
Llegamos. Bueno, que descanses. Dale, vos también. Un chiste, unas risas. El Falcon color té con leche de mi papá, mirando. Charlábamos junto a una ventana de mi casa, con rejas negras, que daba al garage. Lentamente, luego del abrazo de la despedida, fuimos alineando nuestras caras, hasta quedar enfrentados y muy cerca. Sentí la espalda contra la pared fría. La boca del Negro, llena de dientes blancos, me daba mucha curiosidad, me daba vértigo y me atraía. Yo lo miraba, le decía que sí con los ojos. El Negro no quería invadirme. Yo sí quería, pero no me animaba todavía a salir de los cánones que indican que la mujer espera a ser besada. Lento, y muy suavemente, y con toda la delicadeza del universo, se fue acercando, al tiempo que yo sostenía la mirada habilitante. Y así, lento, nos dimos un beso. En la boca. Sí. Mi primer beso en la boca. Mi primer boca en un beso. Otra piel. Y no cualquier otra, sino la piel de la boca del Negro llena de dientes blancos. Sobre mi piel. Sobre la piel de mi boca de beso nuevo. Inolvidable.

El olor que sentía entonces era el de su cuello en presencia, de su cuello cerca de mi nariz que temblaba. Sonreí, pero no me vio el Negro, tenía los ojos cerrados.

                                                                                                                

2 comentarios:

  1. Guada, la mejor! Qué hermoso relato/regalo (al mundo)!
    A mí me hubiera gustado conocernos de adolescentes.
    Por suerte somos lo que queramos cuando queremos!
    Te quiero!

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  2. gracias
    cuca corazón!
    te quiero
    también yo!

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