viernes, 13 de julio de 2012

sin costura

Domingo
con lo que me cuestan a mí los


Abuela número uno


Me tomé el tren Roca después de mucho tiempo. Atravesé la capital hasta salirme de ella.
En el oeste está el agite, es verdad. Bajé del tren y mis pies me llevaron hasta lo de mi abuela, usando la memoria de los pies llegué. Aunque debo decir que en una calle doblé mal, y di con una esquina desconocida. Un chico en la soledad de la tarde mediodía. Un chico en una patineta. Me dijo buenas tardes.


Toqué el timbre y mi abuela vino y me dijo estás más alta, o será que yo ya estoy achicándome. ¿Querés tomar algo? Unos mates. Nos sentamos en la cocina. La casa de mi abuela es para mi una ausencia del correr del tiempo, un espacio sin tiempo, un lugar donde el tiempo no entra. No sé si tengo ocho años, doce, veinte. Entrar a su casa y verla con sus vestiditos, con el olor rico, con el mate dulce. La foto mía esa con el buzo rosado, de cuando tenía tres años. Las plantitas en los focos de luz quemados. Los imanes en el calefón.


Charlamos. Enseguida encuentro algo para pedirle que me ayude. Esta vez a coser una bolsita. Mi abuela se hace abuela cuando me ayuda con algo, cuando me aconseja con algo, cuando abre los placarcitos y empieza a sacar puntillas, botones, telas. En ese acto de guiarme se abueliza.
Yo me dejo, obviamente. Aunque me gusta probar hacerlo yo y agarrar la máquina y verla al lado mirarme los recorridos chuecos de mis costuras.


Cuando yo era joven -me dice- mi mamá me decía hija tenés que aprender a coser, te vas a casar. Y yo le decía para qué. Yo no quiero coser. No me gusta. El que me quiera, que me quiera sin costura. 
Me miró y me dijo ¿Por qué tenía que aprender a coser para casarme? 
Mi feminismo de libros se hizo pequeño ante este, el de ella, salvaje, decidido.


Después, quise aprender, y cosí. 


La tele estuvo prendida toda la tarde aunque nunca la miramos. Voces que hacían ruidito. 
Me regaló unas medias, un pendorcho para hacer flores de lana, uno para hacer pompones. Yo me enamoré de sus pompones. Me dijo, qué loca cómo los tocás.
Nos reimos mucho. Nuestro sentido del humor se parece, como se parecen nuestras caderas, narices y ojos ojerosos.


En un momento me dijo que no entendía por qué en algunos lugares era invierno y en otros verano. Traté de explicárselo con una mandarina y un velador. Creo que me embarullé.
Ella me miraba atenta.
Después me dijo que cuando fue al sur y veía caer los pedazos de hielo del glaciar, se emocionó tanto que se puso a llorar y se abrazó con una mina que no conocía.
La naturaleza es tan bella.


Me sentí un poco boluda con mis explicaciones


Ojalá cuando sea vieja yo, sea tan abuela como Zulema-


4 comentarios:

  1. Es hermoso, sobre todo imaginarte haciendo orbitar la mandarina alrededor del velador...las abuelas son seres de esta tierra y de muchas otras...hoy una que no es mía me dijo que no me hiciera el pelotudo...

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  2. Me encantan tus cuentos largos (creo que son cortos pero se me hacen largos, tampoco estoy segura de que sean cuentos pero se me hacen cuentos)
    Este y Primeras veces son tan disfrutables, se hacen lindos, presentes, como estar en las cocinas de la gente que querés, están muy buenos y son divertidos, pero a lo que iba es que son reconfortantes.

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