martes, 7 de febrero de 2012

selva

La selva te recuerda siempre que estás en la selva. Se te tira arriba, te abraza, te sofoca. No deja de decirte: estás conmigo, sos ahora de mí. Te toca, te roza con sus dedos de hojas húmedas, con sus pies de rocas húmedas, con su piel de tela de araña. Te sorprende. No te deja sola, nunca. Es amor de ese pegajoso, protector. Y salvaje. Te revuelca, te besa apasionadamente con sus muchas bocas de insectos que succionan, revolotean, zumban, sobrevuelan. Su presencia es de hecho, no dudás si estás en la selva. Lo sabés. Ella te lo dice. Su presencia se desdobla en millones de micro ruiditos. La selva agudiza tus sentidos. Ella dice además: niña, no te olvides que tenés piel, tenés tacto, tenés olfato. Y entonces para que recuerdes, vuelvas a poner en acto, la selva dispara constantemente. Dispara con olores, con texturas. Al final ya distinguís entre humedades diferentes, entre caricias ruidos brisas aguas diferentes. La selva baila, canta, se agita, transpira. Hace un ritual cada noche, acercándose acercándose acercándose. Las chicharras son las que marcan el ritmo, luego los demás seres siguen. Los mosquitos no dejan nunca de succionarte, de probarte el sabor, de dejarte sus marcas. De amarte. La selva no histeriquea, te recibe y te lame los pies, hasta que te vas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario